Patricia Palmer: “Convoco a los varones a que conformen grupos feministas”
A solas con Teleshow la protagonista de Radojka recuerda su llegada a Buenos Aires y cómo persiguió a Alberto Migré durante cuadras para pedirle trabajo. Hoy con una prestigiosa trayectoria asegura: “Soy mi kiosco. Nunca me voy a morir de hambre porque sé hacer muchas cosas y tengo muchísima capacidad de trabajo”.
“No se me mueve la aguja si tengo que hacer otra cosa que no sea la actuación”, dice Patricia Palmer, que llegó a Buenos Aires desde Mendoza con solo 24 años, una hija y un sueño por cumplir. Antes, se recibió de psicóloga social y había sido enfermera voluntaria en un hospital de su provincia . “Nunca me voy a morir de hambre, tengo muchísima capacidad de trabajo”, sostiene la actriz.
Patricia, que llegó a protagonizar clásicos de la pantalla chica como Dulce Ana, cuenta que logró acceder a Alberto Migré y Alejandro Romay a fuerza de insistencia y originalidad. Al autor lo esperó durante días en la puerta de Canal 13 hasta que logró su atención, y al entonces director de Canal 9 lo convenció del protagónico de la novela disfrazándose del personaje. “Fue una suerte tener esos dos valores dentro del medio de la televisión apoyándome y dándome esa gran oportunidad”, admite en esta entrevista con Teleshow.
Hoy, a más de 40 años de su arribo a la ciudad porteña y con una trayectoria no solo como intérprete sino también como dramaturga y directora, Palmer vuelve a subirse a un escenario después de un receso obligado por la pandemia. Radojka, la comedia de humor negro que protagoniza junto a Cecilia Dopazo, se estrena este viernes 19 de febrero en el Teatro Picadilly.
—Se viene la vuelta al teatro con una comedia en estos tiempos en los que es tan necesario reírse.
—Reírse libera serotonina, endorfina, adrenalina. Te enamorás cuando te reís, meditás. Todo lo que es alinearse en tiempo presente es como una meditación.
—¿Fueron duros estos meses sin poder subir a un escenario?
—El artista no ha podido trabajar en todo el año. Seguramente hay muchos otros gremios que tampoco pudieron, pero el que me toca es sumamente dramático. Ahora volviendo a las tablas, de a poquito, con la satisfacción de pisar un escenario pero con la dificultad de lo económico porque el aforo te permite muy poquita gente. Es rarísimo hacer una función así.
—En esta obra de humor negro justamente se habla de los extremos a los que se está dispuesto a llegar por mantener un trabajo.
—Todo. A esta altura de la vida, donde de alguna manera la gente grande está depreciada para los trabajos… Pareciera que la experiencia, en el mundo sudamericano y sobre todo en la Argentina, es un contravalor. Estas dos mujeres lo tienen muy claro y se desesperan por mantener ese trabajo que, además, es muy bueno. Es poco usual que en un trabajo te paguen con euros y ellas saben que si lo pierden, no lo consiguen más. Así que hacen lo impensado, cosas muy desopilantes y muy divertidas.
—A lo largo de tu vida, ¿te encontraste en alguna situación particular que hayas dicho “¡Mirá lo que estoy haciendo!” para conseguir o mantener un trabajo?
—Me disfracé para conseguir el personaje de Dulce Ana porque Alejandro Romay no confiaba (risas). Dijo: “No, Patricia no. Es muy alta, muy… Es linda, tiene que ser otro tipo de actriz”. Entonces me disfracé y lo fui a ver. Eso fue lo máximo para conseguir un trabajo. Pero he criado dos hijos sola, he caminado mucho. He perseguido a (Alberto) Migré durante cuadras. Ni me miraba ni se paraba para darse vuelta. Voy al frente de forma insistente. Sobre todo en una época de mi vida.
—¿Cómo es eso de que perseguiste a Alberto Migré durante cuadras sin que se dé vuelta?
—¡Cuadras! Primero le hacía la espera en la puerta de Canal 13, a veces durante tres o cuatro horas. En ese momento era como hablar con Dios, en el año 81. A veces salía muy apurado, no había manera, pero un día lo perseguí diciéndole: “¿Cómo se hace? Porque soy de Mendoza, hace horas que lo espero”. Hasta que paró en un semáforo. Iba con una agenda negra de cuero y me agendó. “Algún día la voy a llamar para un bolo”, me dijo. Pensé que no me iba a llamar nunca y a los dos o tres meses me llamó. Y después tuve la fortuna de protagonizar con él.
—¿Charlaron alguna vez sobre lo que pensaba él de esa jovencita con tantas ganas que lo esperaba por horas?
—Para él era habitual: no era la única, seguramente. Probablemente vio algo en esa insistencia, un poquito de angustia, porque los días iban pasando y se acababa la ilusión de poder hacer algo. Me acuerdo de otra anécdota con Alejandro Doria. Estaba muy angustiada, tenía la voz quebrada y estaba tan enojada conmigo por estar así que me expresaba como enojada. Entonces, le preguntaba cómo se hacía para conseguir un trabajo si nadie te dejaba entrar, si nadie te atendía. Y ese enojo angustiado le causó gracia. Era una angustia conmigo por no poder alcanzar ese sueño que, cuando uno viene, quizás piensa que es más inmediato. No solamente me dio el trabajo: me puso el apellido.
—¿Te cambió el apellido de Palmada a Palmer, tu nombre artístico?
—Palmer, sí. Me dijo: “Yo le doy trabajo, pero usted se cambia el apellido” (risas).
—¿Dudaste de cambiártelo?
—Un montón me costó. Es como si te arrancaran un brazo. Por suerte, ahora ya no existe. Hice el primer trabajo con Alejandro Doria, un especial que se llamó Chantecler, con mi apellido, Palmada. En los créditos está mi nombre. Cuando me volvió a llamar, me pidió que me lo cambiara junto a Salvador Salías, un representante que me presentó para que guiara mi carrera. Fue una persona muy importante y era un momento muy importante: que Salvador Salías, que era representante de Graciela Borges y de todos, quisiera tomar una chica nueva… Había que hacerlo.
—¿En qué momento se fue esa angustia y sentiste que estabas haciendo lo que habías venido a buscar?
—No puedo decir exactamente un momento porque esta carrera es tan ecléctica que va y viene, pero cuando pude comprar mi casa. No pagar el alquiler ya era una angustia menos.
—¿Cuánto te importa la plata?
—Me importa la seguridad más que la plata. Tener tu casa, tener un kiosco, que lo tengo en mí misma porque soy mi kiosco. Soy psicóloga, puedo hacer tartas, vender comida, hacer enfermería; un montón de cosas. Nunca me voy a morir de hambre porque sé hacer muchas cosas y tengo muchísima capacidad de trabajo. Tengo la casa, tengo el kiosco, ya está bien. No se me mueve la aguja si tengo que hacer otra cosa que no sea la actuación. La vida es un permanente desafío y en todos los lugares que la vida te coloca siempre estás aprendiendo, tenés maestros a tu alrededor.
—Hay algo del ego muy acomodado para poder decir que hay un aprendizaje en lo que te toque hacer en la vida, siendo una actriz con la trayectoria que construiste.
—No es nada. Siempre, cuando escucho la frase “el show debe continuar”, pienso: “Lo único que debe continuar son los hospitales”. Es más importante un enfermero. El trabajo del artista es maravilloso, cumple un objetivo y lo vimos en la pandemia. El arte no es necesario pero es imprescindible y lo hemos comprobado. Pero también hemos comprobado que puede parar. Lo que no puede parar es el trabajo de los hospitales. Fui voluntaria de un hospital muy humilde en Mendoza, donde viví cosas muy tristes. El valor que tiene la gente que limpia el piso, que trae y que pone el suero, es fundamental. Eso no puede parar.
—¿Cómo te llevas con el paso del tiempo?
—La vamos llevando (risas). Trabajo para abrazarlo, para no enojarme. La vida te muestra… Mis nietos, mis hijos, mis hermanos, cosas que te acompañan en el proceso. No está bueno, pero trato de prepararme para crecer.
—¿Sos coqueta?
—Sí, me gusta. Así como me lavo los dientes y me ducho todos los días, me lavo las impurezas de la cara y me pongo una crema. También es un trabajo el limpiarse el alma todos los días, y hay que hacerlo.
—¿Cómo se hace?
—Meditando, teniendo un momento de silencio, en un espacio de reflexión. Poniéndole la misma energía y el tiempo que le pones a la ducha, al cepillo de dientes, a peinarte. Se lo ponés a tu alma, y ya está.
—Hace un rato, al hablar de la obra, mencionabas esta sensación de que la sociedad te expulsa a determinada edad.
—La juventud tiene valores preciosos y maravillosos, la energía, pero necesita también de la experiencia. En otras culturas el anciano es la persona a quien se recurre siempre para un asesoramiento. Somos muy subdesarrollados. Lo físico en la mujer también está. Cuando me pusieron el afiche de Radojka, pensaba: “Ojalá me parezca al afiche”, porque hicieron tanto Photoshop… Me quejé porque quería que la gente me viera como soy. La idea del Photoshop es muy perversa, es una ideología que va de la mano con la depreciación o estigmatización de la edad. Es una tarea nuestra el poder decir que no. Es toda una transformación que se viene.
—¿Lograste que cambien la imagen?
—Estaba hecho el afiche, pero las imágenes que mandaron a la prensa, de ahí en adelante, todo lo demás, lo cambiaron. Incluso, me mostraron las fotos sin Photoshop y las elegimos con Cecilia. Se los agradezco.
—Hay una transformación cultural importantísima y llevás adelante tu militancia feminista. Hace muy poco se logró la legalización del aborto. ¿Cuáles deberían ser los próximos pasos en ese camino?
—Hay un femicidio cada 23 horas. Nos falta todo, fundamentalmente unión entre varones y mujeres. Convoco a los varones a que se agrupen, a que se manifiesten feministas, que conformen grupos feministas apoyando la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer, que denuncien a sus amigos violentos, que nos unamos, porque sino, es imposible. Es una lucha muy despareja. Muchos varones apoyan desde lo interno pero en acción no están manifestándose lo suficiente.
—¿Qué le decís hoy, en el aquí y ahora, a esa jovencita que llegó hace un poquito más de 40 años a Retiro con un montón de sueños por delante?
—”Te pasaste, flaca. Muy bien”. La abrazo.
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Fuente: infobae.com